Historias Indígenas de Mesoamerica

miércoles, abril 23, 2008

Antropología de Pedro Geoffroy Rivas

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También a su regreso, los frutos de
sus estudios en la Escuela Nacional de Antropología e Historia
(ENAH) de México comienzan a generar amplios trabajos
críticos en el terreno de la antropología, de la
lingüística y de la poética indigenista. Siempre
como censor de la historia oficial, advierte la depredación del
Patrimonio Nacional, por fines comerciales y por la carencia de una
política arqueológica de investigación y
conservación. El poeta incita a crear una museografía
seria orientada hacia la exhibición pública del tesoro
nacional.

“Siguen saliendo del país, a ciencia y
paciencia de las autoridades, joyas de inmenso valor que según
la Constitución Política de la República, son
propiedad de la Nación [o] se encuentran en manos particulares
salvadoreñas [ya que] el Museo Nacional […] se encuentra
en un lamentable abandono, material y científico [hasta a]
Stanley Boggs [con] diez años de exploraciones en el Tazumal
[…] se le ha negado la entrada [al país y] la
cerámica catalogada por él [—como] otras
colecciones de material entregadas por William Coe— ha sido
revuelta y confundida por manos inexpertas [o] abandonadas en un
patio” (Sábados de Diario Latino, 21 de febrero de 1959.
Véanse: Ilustraciones IV y V).

A la vez de denunciar
cómo el estado dilapida la nación, su aporte anota la
exigencia de usar la sintaxis y la lengua clásica a la hora de
analizar la toponimia salvadoreña. Ampliamente, objeta un
sinnúmero de etimologías que ofrece el libro El Salvador:
historia de sus pueblos, villas y ciudades (1957/2000) de Jorge
Lardé y Larín, las cuales se reproducen en ediciones
más recientes de esa obra clásica, como si el debate que
inicia Geoffroy Rivas no dejara huella en la conciencia
histórica nacional. A Lardé y Larín le reprende que

“para
el estudio de las toponimias no basta con buscar el significado de las
palabras en un diccionario. Es de grandísima importancia
también conocer la morfología y la sintaxis de la lengua
[al igual que] las modificaciones sufridas por un dialecto […]
el origen de un idioma [y] el conocimiento geográfico del lugar,
[ya que] los nahuas eran sumamente gráficos […] en sus
nombres” (Sábados de Diario Latino, 30 de noviembre de
1957).

De juzgar que en la obra de su colega y amigo, Jorge
Vivó Escoto, “el poblamiento de las regiones
centroamericanas […] colonizadas desde el actual territorio
mexicano”, se funda en “los estudios sobre toponimias
[…] el significado de los términos
geográficos” y el de su repetición en regiones
territoriales alejadas (Vivó Escoto, 1972: 7), el debate contra
Lardé y Larín cobra una magnitud histórica
singular. Se trata de determinar el origen de la población
náhuat del país.

Si Lardé y Larín
apela a una inventiva fantasiosa —El Salvador, centro de la
cultura mesoamericana y Babel ístmico que se expande hacia
México y Utah en EEUU— Geoffroy Rivas introduce un
pensamiento científico que se apoya en la evidencia tangible. De
considerar que desde 1929 en la Enciclopedia Británica, el
lingüista estadounidense Edward Sapir sostiene que “el
movimiento étnico y lingüístico era de norte a sur
—[en] Mesoamérica [hay un] constante movimiento hacia el
sur […] el movimiento yutonahua hacia el sur” prosigue la
misma dirección— el retraso del pensamiento
antropológico salvadoreño casi alcanza el medio siglo al
concebir una dirección inversa.

“Los
antropólogos contemporáneos han establecido, sobre bases
inconmovibles, que la faja costeña del Océano
Pacífico comprendida entre Tapachula (Soconusco México) y
el río Lempa (El Salvador) es la cuna donde germinó, se
desarrolló y proyectó la civilización y cultura
más antiquísima de Mesoamérica. En esa superficie
ístmica […] se encuentran […] todos los vestigios
de la civilización original. Por otra parte, dentro de esos
límites […] se producen los dos idiomas maternos: el mame
[…] como antepasado de las lenguas maya-quichés; y el
yaqui o pipilnáhuat, como antecesor de las lenguas yuto-aztecas
o nahoas” (Lardé y Larín, 1957: 128 y 2000: 150).

Para
introducir un tercer punto de comparación, hacia la
época, Salarrué recurre a la elucubración
teosófica al explicar el mismo fenómeno. Sea por
imprecisión histórica o interés teosófico,
la tradición indígena sirve de excusa para que los
escritores comprueben sus más descabelladas divagaciones en un
entorno social que se caracteriza por el horror a la ciencia. La
evidencia positiva —a través de la investigación
documental y arqueológica— la sustituyen la arbitrariedad
histórica y la creencia teosófica.

“El
origen de los Toltecas-Nahoas […] era el centro original Tolteca
de la antigua Atlántida y los Toltecas originales […]
sólo eran la raza atlante, de donde derivan […] los indio
americanos” (Salarrué Catleya luna, 1976: 145).

Estas
fantasías las refrendan instituciones prestigiosas al introducir
sin crítica los trabajos de Tomás Fidias Jiménez
sobre el náhuat de Cuzcatlán y la fundación de San
Salvador que Geoffroy Rivas también critica (Academia
Salvadoreña de Historia, 1937 y Tribunal Supremo Electoral,
1996, escrito hacia 1987). Sus estudios de “ciencias
antropológicas e históricas” resultan vitales para
entender el retraso del conocimiento historiográfico
salvadoreño.

Si hacia finales de los treinta la Academia
de Historia sostiene el origen atlante de los indígenas, en la
posguerra Jiménez aboga por el “autoctonismo”
según “datos biológicos inmutables”, por la
confusión “Ulmeca, Tulteca y Pipil”, por la
existencia de una patria grande imaginaria. La “Provincia de
Cuzcatlán —incrustada en territorio de la República
de Izcuintepeque— abarcaba desde el Istmo de Teuantepeque hasta
las playas costeñas de Mizata [cuyos] límites orientales
morían [en] Chaparrastique” (Jiménez, 1996: 41, 39,
43). Junto a la hipotética traducción del nombre
castellano de la capital al náhuat —“Ketzalcuatitan,
San Salvador”— esos “datos” históricos
bastan para evaluar la dificultad que posee todo pensamiento
antropológico riguroso por arraigarse en la conciencia nacional
salvadoreña (Jiménez, 1997: 111-117).

En este
contexto anti-científico, la propuesta geoffroydiana culmina en
la obra de Vivó Escoto quien presupone —no una
migración bifurcada “en el siglo X, luego de la
caída de Tula”; menos una salida hacia el norte o llegada
atlante— sino una serie ininterrumpida de éxodos hacia el
sur desde el año 400 hasta la época de la conquista
(Lardé y Larín, 1977: 29; Vivó Escoto, 1972:
26-27). La ciencia antropológica debería sustituir
teosofía, falta de documentación histórica y
arqueológica, a la vez que actualizaría la larga demora
de la historiografía salvadoreña.

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